Los recuerdos son como un jardín.
Regularmente debes cuidar las flores agradables
y quitar las malas hierbas invasoras
Linda Fifer Ralphs
Con el paso de los años,
somos como una cava
que guarda en su vientre,
recuerdos de diversa especie.
Muchas veces,
sin darnos cuenta,
guardamos tantos y tantos
que no alcanzamos a disfrutarlos.
En otros casos,
se quedan tan firmes
los recuerdos tristes,
aquellos que hacen daño,
que de inmediato dominan
nuestros gestos y pensamientos.
He escuchado
a alguna gente,
que es mejor no tener recuerdos,
porque corres el riesgo
de enamorarte de ellos,
independientemente
de cuál sea su color
su matiz y su sensación.
Entonces me pregunté
¿cómo era mi jardín de recuerdos?
Y encontré sin quererlo
o, quizá sin proponérmelo
hermosas flores y plantas,
de todos los colores.
Algunas de ellas
un tanto descuidadas
y otras invadidas de una que otra plaga.
En ese caminar
encontré también
en mi jardín de recuerdos
algunas yerbas malas.
Unas: hermosas pero venenosas,
otras: feas y apestosas.
Y me pregunté entonces
¿por qué, al ser mi jardín de recuerdos,
debía permitir que convivan
aquellos que afean y dañan
aquel lugar
que debería ser
un apacible espacio
donde descansa el corazón
y se arrulla el alma?.
He empezado
con la tarea
de ser jardinero de recuerdos,
cuidando de aquellos
que me dan aliento,
vida y amor,
como por ejemplo:
la risa, la voz y el abrazo
de una rosa especial: mi madre.
Hay otros, igual de intensos,
hermosos y agradables,
lejanos y actuales.
Me cuesta un poco
desyerbar los recuerdos desagradables.
Estoy en ello,
porque hay algunos que aunque hacen daño,
no dejan de tener
una peligrosa hermosura.
En fin,
esta suerte de jardinero de recuerdos,
me mantiene vivo,
al menos por ahora
y brinda a mis horas
momentos intensos,
-aunque cortos-
de una especie de paz.
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