jueves, 17 de octubre de 2019

883


“Ningún hombre conoce lo malo que es hasta que no ha tratado de esforzarse por ser bueno. Sólo podrás conocer la fuerza de un viento tratando de caminar contra él, no dejándote llevar”
C.S. LEWIS

Fueron chispas de violencia,
las que cayeron sobre leños,
sobre pajas y sobre ramas secas
y de pronto… se encendió en fuego.

Fuego de molestia,
fuego de reclamo,
fuego de tristeza…
fuego inhumano.

Fue tal el fuego,
que se escapó de las manos.
De las manos de los que protestaban
por su miseria y su desgracia.

De ese dolor tan cierto,
de ese dolor tan complejo,
se sirvieron los hijos
del dios de barro,
para incendiar las calles,
para sembrar el odio,
para hacer sentir miedo,
para acabar todo,
para destruir el presente,
pidiendo que para el futuro
regrese y regresen,
los que se llevaron,
a manos llenas,
la patria, la vida,
y millones de recursos.

Eso fue antes
del 883,
un documento
satanizado por varios,
apoyados por otros tantos,
incomprendido por muchos,
desconocido, en el fondo,
por todos.

Nada importó luego,
ni los niños en brazos,
que acompañaban en la protesta,
ni las mujeres, los hombres
y los jóvenes indefensos.
No importaron los enfermos,
los edificios públicos,
la propiedad privada,
los pequeños negocios.

No importaron
las familias atrapadas,
en medio del fuego,
importaba la lucha,
la pelea,
quien demostraba
el mayor poder,
la mayor desgracia.

Despertaban las voces,
luego de una década de silencios,
no había costumbre de dialogar,
todo había sido
criterios impuestos.

De pronto el fuego se apaga,
y también los gritos callan,
no ha terminado la guerra,
solamente es un alto al fuego,
porque esos pueblos
y también sus autoridades
aun les falta entender
que el diálogo es,
un ejercicio diario de la democracia.
Que el gobernante,
es el representante
y como tal gobierna en función
del beneficio común.
Que su diálogo no es con unos,
que su diálogo es con todos,
que no se puede quedar fuera
nadie que represente
la diversidad de un país,
que trabaja con ahínco,
con fuerza y con amor,
y que le duele ver
cómo destrozan lo que se construyó,
no ahora,
sino en años de historia,
en años de guerra y conmoción.

Un número nos une: 883
o nos divide para construir
o destruir un país.
Lo que nos separe,
o, lo que nos una,
que no sean intrascendencias
de politiqueros y malandros.
Que lo que nos separe, quizá,
sea la forma pacífica de hacerlo.
Que lo que nos una,
sea el horizonte compartido:
el amor a la humanidad y el amor a la Patria.

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