Viernes Santo, viernes de muerte,
cristianos y católicos del mundo,
recuerdan tristes, recuerdan a la gente,
la vida, la pasión y la muerte de Cristo.
Recuerdan momentos, recuerdan acciones,
pensamientos y hechos de un Cristo,
a favor de los hombres.
Reviven momentos de su pasión aguda,
causada por quienes de El dudan,
por quienes su poder no tienen,
por quienes ven en El a su enemigo,
por quienes han llegado al hastío.
Una pasión que simboliza
la soledad del acusado,
la malicia de quien acusa,
la lejanía de su familia,
la traición del amigo amado.
Un camino a la muerte,
que se recorre solo,
cargando la pesada cruz,
golpeado, herido, casi sin sentido.
El camino no es corto,
entre empujones, gritos y golpes,
hay quien limpia su sangre,
hay quien ayuda a cargar
la pesada cruz,
y hay quien escupe
e insulta con odio mundano,
y hay quien se da la vuelta,
quien da la espalda,
diciendo por dentro,
“ese no es mi problema”.
Al final del camino,
entre dos delincuentes comunes,
muere Cristo pidiendo al Padre,
perdón por aquellas acciones
del hombre común y profano.
No sin dolor muere,
no sin lamentos muere,
no sin lagrimas muere,
no… sin sufrimiento muere.
Al tercer día,
su sepulcro deja,
su sufrimiento y muerte,
han quedado atrás,
su regreso encierra
la promesa de vida eterna.
¿Cómo traducir esto a nuestra vida?
¿No es necesario para ello
creer en El y su palabra?
Ni sí, ni no.
Los que en El creen
y los que no también,
fijarse en el simbolismo
de su muerte, deben.
Morir para vivir.
No es posible un cambio de vida,
sin morir a las pasiones
que a ella aquejan.
En un mundo falto de valores,
se requiere un paso previo:
morir a la mundana vida,
al consumismo barato
a la envidia, a la calumnia,
a todo maltrato…
y nacer de nuevo,
mujeres y hombres nuevos,
recuperando día a día,
la inocencia perdida,
el bien común,
el amor al prójimo
y el sentido común.
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