En cuanto el alma pierde la aureola juvenil, los generosos torneos por el aplauso son sustituidos por las egoístas competencias por el dinero
Santiago Ramón y Cajal
Necesarios e importantes,
vienen a ser la eficiencia,
la innovación y el progreso económico,
siempre que promuevan
una mejora continua,
un trabajo mancomunado,
un beneficio común.
El riesgo
y el problema
-creo yo-
empieza cuando estas acciones
dejan de ser colaborativas
y se convierten
en una especia de
“el fin justifica los medios”.
Desigualdad, violencia,
estrés, depresión,
individualismo,
ausencia de empatía
y de solidaridad,
son los resultados
de una sociedad de la competencia,
que mide la felicidad y el logro
bajo una ficticia medida
creada por quienes
califican al éxito
desde una medida
de la ganancia como tal.
Hay que ganar,
y hay que ganar a como dé lugar,
incluso a costa de aparcar
cualquier valor
o cualquier signo de ética
o buenas costumbres.
Esto,
llevado a la educación,
nos traslada
a un estado de reconocimiento
solamente a los mejores,
sin detenerse a pensar
que los aprendizajes
dependen de muchas condiciones
y que los logros
más allá de los títulos,
son aquellas acciones
que las personas desarrollan
gracias a la educación
y que les permite vivir
sin perder la conciencia
ni el sentido común.
La sociedad de la competencia,
nos lleva a ideas
y a escenarios teatrales
de un ejercicio de la política,
donde cada día
se escriben historias
y supuestas verdades
que nos llevan,
peligrosamente,
a prácticas populistas
y también totalitarias.
La sociedad de la competencia
transforma el servicio del estado,
en un negocio,
perverso en todos sus órdenes,
donde quien no hable ese lenguaje
no tiene cabida
y será combatido,
por su “peligrosa” forma de pensar y actuar.
¿Sabemos quizá,
cuánta conciencia tenemos,
en esa sociedad de la competencia?
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