jueves, 20 de noviembre de 2008
El pozo de los lamentos, Cartas a Santiago mi hijo
Hijo mío,
días atrás
visité en la cárcel
a un querido amigo,
sí… como oyes,
en la cárcel,
aquel cajón grande
que desde fuera hemos visto
y al verlo me has preguntado
si allí se encuentran los ladrones.
Esa es la idea que tenemos,
los que de lejos vemos
aquello que llamamos:
cárcel,
y otros:
centro de rehabilitación.
Nada más lejano a la realidad,
una vez que entras,
entiendes que los mínimos derechos
de la persona humana
están agonizando,
que si entras ahí,
no te puedes quejar,
que si entras ahí,
no importa si eres o no,
inocente o preso de conciencia,
eres un reo… nada más.
La visita, hijo mío,
se convierte en una especie
de lucha interna,
que no entiende cómo,
a la vista de todos,
puede suceder lo que sucede,
hombres presos,
sentenciados,
enjuiciados,
que purgan una pena
en condiciones perversas.
Nadie entiende,
nadie quiere comentar,
cómo la droga está presente,
cómo las maldades humanas,
se multiplican solas,
y caes de pronto
en una histeria colectiva,
que te lleva de la mano
por el callejón de la miseria.
Ahí, hijo mío, en eso
que llamamos cárcel,
no quisiera que esté
ni mi peor enemigo,
por la forma,
por la manera,
por la costumbre,
de hacer de la cárcel
un infierno en la tierra.
Miras a los ojos,
de aquellos hombres,
y no descubres nada,
solo quejas,
angustias y venganzas.
En medio de ello,
siempre te encuentras
hombres y mujeres,
de inocente conciencia
que purgan una pena
por no saber que en la tierra
hay justicias humanas
tan desgraciadas
y maléficas.
Al salir hijo mío,
de aquel infierno en la tierra,
respiré el aire puro,
pero sentí mi alma en pena,
porque mientras encerremos
a la gente, a nuestra gente
de esa manera,
no habrá perdón de Dios,
en toda la tierra.
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