Hace pocos días, la democracia paraguaya sufre un fuerte
revés. Un juicio sumario termina con la destitución del presidente Lugo, quien
en primera instancia dice acatar la decisión del legislativo, pero que luego,
desconoce tal resolución e inicia una campaña para denunciar la ilegalidad de
tal hecho. Al presidente paraguayo se le imputaba la corresponsabilidad de
actos violentos que terminaron con la vida de ciudadanos de su país. Además,
enfrentaba una nueva demanda de paternidad en sus tiempos de obispo.
Ante tal hecho, la comunidad internacional no ha definido
claramente su posición. Los llamados países del ALBA son los que se han
manifestado en contra de la destitución y demandan una condena y desconocimiento
al nuevo gobierno paraguayo.
Mientras eso pasa, Paraguay se debate en la soledad y en la
inequidad, en la ignorancia, en la impotencia y en la inacción. Claras muestras
de una democracia inmadura que no logra consolidad un verdadero modelo de
representación y gestión de un país.
Y es que nuestras democracias, al menos algunas
latinoamericanas, son aún inmaduras. El poder absorbe todo, la delegación que
el pueblo entrega a través de las urnas, se transforma en una suerte de reinado
interminable. Los bienes públicos se gastan a manos llenas, se ahorra poco, se
prohíbe mucho. La violencia en el discurso, en las calles y en las mentes gana
terreno.
La ciudadanía pierde de a poco la capacidad de opinar,
protestar, oponerse, discutir y disentir, porque corre el riesgo de ser
agredida, enjuiciada y tachada de retrógrada.
La democracia entonces ya no es lo que debería ser: el
gobierno del pueblo para el pueblo. Es una suerte de culto, sumisión y miedo al
poder, que está ahí porque todos, o la gran mayoría votan para que se quede,
sin estar seguros si eso es bueno, o es definitivamente, el peor camino.
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