Hace poco tuve la oportunidad de visitar el museo del apartheid en la ciudad de Johannesburgo (Sud África). Es verdad, un país lejano, una sociedad lejana, un conflicto lejano, una realidad lejana.
El museo, mas allá de su impresionante concepción arquitectónica y museográfrica, muestra la historia de un pueblo negro, preso en su propio país por culpa de la riqueza de sus tierras: oro, diamantes, platino, etc. La historia de un pueblo negro segregado, asesinado, vejado bajo una ley humana que decía que los blancos dominan y mandan por el poder del dinero, las armas, la ley y una incompresible superioridad de raza, y que los negros deben vivir aislados, abusados y matados por el color de su piel. Una historia triste, macabra, dolorosa, que tuvo fin hace pocos años, ante la mirada de un mundo que cierra los ojos a los verdaderos problemas de las sociedades divididas y que los sigue cerrando ante la muerte de civiles en países donde el poder domina la voluntad y la vida de los seres humanos.
Mirando las fotografías de niños, mujeres, hombres y familias torturados, excluidos y asesinados por el apartheid, me puse a pensar en lo fácil que resulta dividir una sociedad entre negros y blancos, entre buenos y malos, entre politicos nuevos y antiguos, entre los que tienen el poder y entre los que lo quieren. Resulta muy fácil sembrar odios, venganzas, rumores, desconfianzas.
Las sociedades divididas solo le sirven al poder, que vive, lucra, y se fortalece de ellas.
Ojalá entre nosotros no sean necesarios un Gandhi o un Mandela, para decir no y luchar contra el discurso de la violencia, venga de donde venga. Hoy mas que nunca el poder debe ser de los ciudadanos que construyen con honestidad el futuro de la humanidad.
Debemos recuparar esa capacidad de sumar, de amar, de construir, de orientar, de soñar, de vivir, de tener fe, de tener esperanza, de soñar con tiempos de paz. Somos nosotros los responsables de una sociedad unida o dividida.
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