Uno de los argumentos
para cambiar el nombre
al Congreso Nacional,
fue que “había perdido su norte”.
Otro argumento
hacía relación
a la capacidad perdida
de fiscalización
y de control del estado de derecho.
Recuerdo que el debate
abordaba temas tan fuertes
y complejos
como el de la compra de conciencias,
el alquiler de diputados,
la compra de votos,
los acuerdos y componendas
para destituir Ministros de Estado,
Contralores, Procuradores
o Fiscales Generales y Presidentes.
Se hablaba además
del excesivo gasto del diputado
en asesores y asistentes,
en las ausencias a las sesiones,
en la ninguna libertad de obra,
que sometida estaba
a la “disciplina partidista”.
En alguna época se llegó a mencionar
al Congreso Nacional
como el testaferro del gobierno,
o como el conspirador de la democracia.
Se acusó siempre,
o casi siempre
a la Función Legislativa
de lenta, de carente de iniciativa,
de torpe para legislar,
para depurar las leyes.
Se sabía que algunos,
de aquellos diputados
terminaban su gestión
beneficiándose sin rubor
de su propia legislación
y entonces eran propietarios
de la noche a la mañana
de frecuencias de radio y televisión,
de cupos de venta de combustibles,
de permisos de funcionamiento
de Universidades e Institutos
y tantas cosas más.
Esas y otras fueron
las razones por las que
se debatió un cambio de nombre:
dejar de ser Congreso
y pasar a ser Asamblea,
dejar de ser diputado
para ser asambleísta.
Con estos y otros cambios
se pensaba, se creía
que la Asamblea venía
pura, diáfana, diferente,
con mentes y corazones
dispuestos a dar la vida
por la vida de los demás.
Asambleistas comprometidos
con el Ecuador incluyente,
con el Ecuador de todos,
con el Ecuador carente
de tantas cosas para la gente.
Juzguen si en el tiempo transcurrido
hay indicios de ese cambio,
o por el contrario asistimos
a la misma obra,
a los mismos guiones,
a las mismas actitudes…
al mismo despecho.
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