Si no se aprende, la sinceridad se trueca en grosería; la valentía, en desobediencia; la constancia, en caprichoso empecinamiento; la humanidad, en estupidez; la sabiduría, en confusión; la veracidad, en ruina
Confucio
Leemos cada día,
una interminable lista
de hechos y momentos
que, con el paso del tiempo,
se tornan habituales:
corrupción, violencia,
mediocridad, ambición,
y un deterioro constante
de la dignidad humana.
Tal parece,
que todo ello,
que todo lo que pasa,
es, por decirlo de alguna manera:
normal.
Normal que nos gobiernen
aquellos que desgobiernan.
Normal es que triunfen
las armas sobre las palabras
y las buenas acciones.
Normal es que los niños ahora
sean delincuentes
y que deban ser tratados como tal.
Normal es que
no tengamos acceso
a servicios básicos
y que una buena parte de la población
no pueda acceder a agua potable
y alimentos adecuados.
Normal es que dediquemos
la mayor parte de nuestro tiempo,
en noticias y en informaciones
y desinformaciones
sobre personas y hechos
que en nada favorecen
nuestro espíritu y pensamientos,
que nos confunde,
que nos desordena la vida,
el corazón y la esperanza.
Es quizá,
como lo decía Bertolt Brech,
una época de confusión organizada.
Y ante la confusión y el desorden,
hay que trabajar en ordenar:
la vida misma, los propósitos,
lo que leemos, lo que comemos,
con quien nos relacionamos,
a quién seguimos,
a quiénes creemos,
en quiénes confiamos.
Examinar,
con responsabilidad lo habitual,
nos compromete
a dejar la comodidad
de opinar de forma digital
y actuar de forma real.
Las transformaciones,
los necesarios cambios,
ese futuro anhelado,
esa necesidad de sentir
que tenemos dignidad
y que la podemos potenciar
y recuperar,
nos debe llevar,
más temprano que tarde,
a examinar lo habitual
y de verdad actuar,
de lo interior a lo exterior,
para poder cambiar.
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